Bahía de Puñihuil , Isla de Chiloé
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Requerir de al menos dos medios de transporte para llegar a un destino puede interpretarse como un buen indicador de que te enfrentas a un paraíso remoto. En este caso, un auto y ferry valen la pena para cruzar hacia la Isla de Chiloé, y atravesarla hasta la costa que se abre hacia el Pacífico. Las características iglesias de tejuela y pueblos pintorescos escasean por este lado de la isla, despejando para dar oportunidad a los verdaderos templos que aquí se levantan: bosques prístinos, playas inexploradas e islotes rocoso que dan refugio a animales salvajes y flora silvestre. Estamos en la cara más virgen de esta isla del sur de Chile.
En verano, aparecen las ballenas en las bahías de Puñihuil y Pumillahue, y se despiden las colonias de pingüinos Magallánicos y de Humboldt que han usado los islotes para nidificar durante la primavera. Cada estación del año tiene su historia.
Desde los botecitos humildes, observamos también una variedad de aves costeras: gaviotas, patos Quetru y variedades de cormoranes; Lile, Imperial, Yeco y de las Rocas. Los lobos marinos juegan a empujarse al agua y, con suerte, algún chungungo podría asomarse entre los roqueríos.
La playa es pequeña y está ocupada en buena parte por los botes que ofrecen salidas a los turistas. Con la disposición de un día, se reparte el tiempo entre una salida a navegar, un almuerzo de platos típicos de cocina marina fresca mirando la orilla y una caminata suave por la parte alta de los riscos que circundan la playa.
Desde arriba, la idea de “verdadero templo” toma mucho más fuerza, pues los islotes se levantan rompiendo la corriente y creando laberintos de rocas por los que se cuela la espuma en su baile típico. “Estas formaciones rocosas tienen origen volcánico y glaciar”, nos recuerda el capitán del bote. Y sí, se siente uno como un humilde visitante del futuro en la historia sin tiempo del jardín del Edén original.
Fotografías y Texto: Antonia Reyes Montealegre @paraiso__perdido